miércoles, 2 de diciembre de 2009

CUENTO DE LA DESIDIA



Por: Cristhian Mauricio Burgos Torres


Día 1:


Esa mañana se levantó con el rostro más compungido que de costumbre. No sintió deseo alguno de ir a la oficina, pero sabía que para ver bailar de nuevo al cielo (su hijo) tenía que hacerlo. Ser taquígrafo de un juzgado le ha traído más de una desdicha. Escribir a la velocidad con las que ladronzuelos, matones, violadores, padres denunciados por sus ex esposas, entre otros desamparados sujetos, confiesan sus prontuarios criminales, le ha ocasionado náuseas y hasta una leve aversión por las letras. Piensa: “en mi caso, sin alguien tomara nota de mis fechorías le faltaría tiempo para soltar carcajadas, haría cagar a esa persona de la risa. Basta contar aquel infortunado episodio en el que intente asaltar un bar con un cortaúñas en compañía de Andrés y Alberto, mis amigos, dos huevones cuyo 1, 60 de estatura no alcanzaría ni para robarle hojas a un árbol”.


Además, ya no soporta las reprimendas de su jefe, un hombre corpulento y de espantoso mostacho. En la oficina se murmura que la esposa se divorció de él porque el pendenciero jefe decidió pasar más tiempo contando el dinero que ganaba, en lugar de entregarse a largas horas de escaramuzas de besos y abrazos que desinteresadamente su familia le ofrecía. Pero no tiene otra salida, el exiguo salario que recibe le urge. No puede dejar de pensar que en el momento menos esperado llamará la bravucona de su suegra. Le recriminará por sus largas sequías monetarias, y antes de finalizar la llamada le dirá: “reaccione, es que usted ya tiene un hijo. No entiende que con esas carticas diz que de amor que le manda al niño no va evitar que tantas cosas que él necesita, y que usted ni se imagina, le falten”. Basta de tonterías, es hora de ir al trabajo.


Día 2:


El repicar del teléfono movía el aparato cual órgano a punto de estallar. Se precipita a tomar la bocina, como si su vida dependiera de ello. Aló. Al otro lado de línea sólo se oye silencio. Aló, Aló. Después de algunos segundos, agitada respiración, enseguida: lo siento, pero no tuve escapatoria… fue bueno mientras duró, cómo?, como lo escuchas, ya no me desvive la emoción de sentirte. Las palabras, que siempre le habían salido tan precisas, con cierto aire hipnótico, lo abandonaron, lo dejaron solo. El valor se le desmoronó. Alguien como tú, que vive de sueños y fantasías, que reduce la felicidad a sentarse bajo la sombra de un guayacán todos los jueves, que únicamente tiene para ofrecernos al bebé y a mí duraznos y pelis de tres mil pesos, ni siquiera merece vivir lo que queda de nosotros, nos vamos, adiós…aaaa, lo olvidaba, sobre la mesa te dejo el poema que prometiste escribirme la tarde en que conocimos, el que nunca leí


Día 3:

Antes de salir a la oficina, con los pies colgando en el vacío, se sienta a meditar en el alfeizar de la ventana. Mientras toma café, su único sustento en semanas, piensa que estaría de pelos saltar, sentir como la gravedad lo lleva al punto exacto; un adiós bastante decoroso para un don nadie. Piensa: “diosito, ayúdame a comprar un tiquete, sin regreso, que me lleve a conocer la nada, el vacío”.


Aborda el autobús. Toma asiento. Muecas de dolor contraen los músculos de su cara. Su boca no tarde en llenarse de lágrimas. Su hijo y su esposa le duelen en la miseria del abandono. Está perdido. Pero ahora, ya no le interesa reencontrase consigo mismo. Le consuela el hecho de saber que la ciudad es de los ojos que se asoman por las ventanillas de los buses, esta vez son los suyos. “Señor, yo me bajo aquí”. Camina varias cuadras. Alrededor, lujosos centros comerciales por cuyos pasillos la soledad hace estragos. Anómala atmósfera. Primera vez que empieza a despedazarse el cielo de una ciudad cuya obra parece ser la de un dios malabarista.



Camina, y de repente no hay oficina, ni murmullos, ni jefe cascarrabias. Hace meses demolieron el edificio. Extraño deja vu. “Maldita sea, no otra vez. Y pensar que me gasté en un pasaje de bus las monedas que, en toda una semana, desprevenidos transeúntes me dieron, según ellos, por mi excelente desempeño a la hora de domar las palomas que se pasean por el parque central”. De regreso al corazón de la ciudad. Sin cinco en los bolsillos, desparrama su cuerpo sobre una banca y lo cobija con periódicos. Duerme bajo la cornisa de la luna. Esta es su rutina, su vida, lo hace mucho antes de que llegara el día 1.




PLEGARIA:

Amor, no sé cuanto pueda durar, pero desde tu partida aún sigo derramando sobre el papel los trastornos de la pasión que enmarcaron los días más felices de mi vida, los mismos que parecen estar lejos de volver…


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